Al beber un vino de la primera viña de Chile, uno se encuentra de golpe con una historia que pasa fácilmente de los 200 a los 476 años y más. Una historia rústica, construida con barro, paja y gruesas vigas de madera, señal inequívoca de los vericuetos de nuestro desarrollo nacional.
En un vino simple y barato, de $2139, uno se encuentra con un rendimiento sobrio, lejano a los dolores de cabeza y preparado para el conforte patriota de un estofado o una carbonada enjundiosa, donde los frutos rojos predominan y ofrecen la certeza de la raigambre. Es un vino que debe beberse lentamente, sin premuras, buscando con paciencia el punto de equilibrio entre el paladar y la lengua, donde el cuero de sus aromas recuerda esas alforjas donde probablemente fueron las botellas transportadas a lomo de mula, como nuestra historia, ahí donde la ciruela cortada tiempo antes de madurar nos lleva a la niñez y nos dice ¡bébeme igual!, total, si es solo una botella entre dos, no sufriremos mal alguno.
Ahora, si realmente quieren ser serios al orientar a sus consumidores, hagan etiquetas legibles, que si partimos desde esa experiencia, nunca nadie los bebería.